Las ecuaciones de Albert

En el año 1884 las fotos se hacían en blanco y negro y los señores llevaban sombrero por la calle. Aún no se habían inventado ni los ordenadores, ni los teléfonos móviles.

Albert tenía 5 años. Estaba malito y jugaba en su habitación, construyendo rascacielos con una baraja de cartas.

«toc-toc-toc» —tocaron a la puerta.

Era papá Hermann.

—Hijo, te traigo un regalito, para que te diviertas mientras te pones bueno.

Albert abrió el envoltorio y descubrió un reloj con una sola aguja. Caminó por su habitación y se dio cuenta de que la aguja bailoteaba y señalaba siempre un sitio. Sin darle cuerda, sin ningún mecanismo que él pudiera ver, la aguja de la brújula giraba hacia el mismo punto, día y noche.  El invento se llamaba brújula. A Albert le encantaban los acertijos matemáticos, pero esto era todavía mejor que cualquiera de ellos.

Al año siguiente, cuando cumplió 6 años, Albert aprendió a tocar el violín. Se divertía mucho, porque el violín le hablaba con su música:

—Todos me llaman violín, Albert, pero yo en realidad me llamo Lina.

Albert seguía tocando, y al terminar se despedía:

—Lina, me voy a dar una vuelta con la bici y con mi brújula. Quiero descubrir nuevos caminos.

Pauline, la madre de Albert, intentaba detenerlo al verlo salir por la puerta:

—Albert, ponte calcetines. Se te han olvidado otra vez.

Los calcetines de Albert tenían la costumbre de agujerearse por el dedo gordo. Él estaba harto.

—Mamá, los calcetines solo sirven para generar agujeros. Me voy.

Y antes de que mamá Pauline pudiese reaccionar, Albert ya se había ido con la bici y la brújula.

A Albert le gustaban además otras cosas, como estudiar matemáticas y física. Era el primero de la clase, aunque la historia y la geografía le resultaban difíciles.

—Estudia historia, hijo, que mañana tienes examen.

—Mamá, no me gusta memorizar. No tiene lógica.

—Pero Albert, cariño. Basta con imaginarse la vida de los reyes siglos atrás. En realidad es como un cuento de fantasía.

—Prefiero las fórmulas, mamá. O preguntas más interesantes.

—¿Ah, sí? Preguntas más interesantes... ¿como cuál, por ejemplo?

—Por ejemplo, ¿qué pasaría si pudiera perseguir la luz y finalmente adelantarla?

—Te quedarías a oscuras, supongo.

A Albert no le convenció mucho la respuesta y siguió jugando con la brújula.

Cuando creció continuó montando en bici y tocando el violín. Estudió física en la universidad. Empezó a descubrir fórmulas en las que nadie antes había pensado. Su chófer lo llevaba de universidad en universidad, para explicar sus descubrimientos.

—Doctor Albert, he escuchado su charla lo menos 30 veces; ya me la sé de memoria —le dijo un día el chófer.

—Oliver, eres un exagerado. Ojalá te la supieras, porque hoy estoy cansado.

Albert y Oliver usaban al misma talla de ropa. Se miraron como dos niños traviesos. Al cabo de un rato entraron en la sala de conferencias.

Uno de los dos subió a la tarima y comenzó la conferencia. Decía las palabras habituales sobre energía, masa y luz, convencido sobre lo que contaba.

La charla terminó y un estudiante levantó la mano.

—Doctor, tengo una pregunta: Si aumentáramos la luz y comprimiéramos el espacio, ¿variaría la masa de un cuerpo?

—Caballero, mi chófer está sentado al final de la sala. Su pregunta es tan sencilla, que dejaré que él mismo la responda.

Un señor con gorra de chófer y sin calcetines, respondió sin dificultad.

No hubo más preguntas.

Albert continuó investigando y estudiando. Cuando tenía 42 años ganó un premio que solo ganan los más listos de entre los listos, el premio Nobel. Había descubierto una fórmula para explicar una cosa que los mayores llaman el “efecto fotoeléctrico”.

Su chófer le preguntó:

—Doctor, ¿me lo puede explicar?

—Oliver, imagina que tienes una placa de metal. Luego la iluminas con una luz fuerte. El metal suelta una carga negativa, un electrón, por efecto de la luz. Eso es el efecto fotoeléctrico.

—Con todos mis respetos, señor, ¿los demás le han creído?

—Sí, sí. Un día lo entenderás tú también. Y lo creerás —dijo Albert, sonriendo.

Oliver no estaba muy convencido. Quería entender a su jefe, al que todos admiraban.

—Dígame, doctor, ¿ha descubierto más cosas?

—Sí, Oliver; la teoría de la relatividad y fórmulas que explican el movimiento browniano.

—Relatividad... —susurró Oliver— me suena.

—Explica la relación entre materia, movimiento y energía. La materia, las cosas, son pequeñas partículas, pequeños trocitos, que forman los objetos. Esos trocitos pueden convertirse en energía, y al revés: la energía puede crear materia. He descubierto una fórmula preciosa, ¿te la digo?

—Deje, deje, doctor. Al principio sus charlas eran mucho más sencillas. Ahora creo que no me las aprendería de memoria ni en un millón de años.

—Oliver, también tengo otra ecuación para el movimiento browniano. Explica cómo se mueven las sustancias en un líquido, según esté caliente o frío.

—Usted es un vendedor ambulante de fórmulas, señor. Casi como los políticos, que intentan convencer a la gente de sus ideas.

—¿Sabes, Oliver? Los políticos presumen de su poder, pero dura poco. Sin embargo una ecuación... Una ecuación vale para toda la eternidad.

Oliver no sabía qué contestar. Albert se despidió hasta el día siguiente:

—Te doy la tarde libre, Oliver. Yo me voy a tocar el violín con mis colegas científicos. Hay un grupito que toca muy bien, vale la pena.

Albert habló con periodistas y admiradores y, cuando al fin lo dejaron tranquilo, se fue a tocar el violín.

Y así termina la historia de uno de los científicos más famosos de todos los tiempos, Albert Einstein. Su apellido significa “unapiedra”, fuerte como su inteligencia. Albert vivió hace mucho tiempo, entre 1879 y 1955.

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