Érase una vez un mundo
donde l@s perr@s hacían caca sin límite. Se había vuelto incómodo sacarl@s a
pasear. El primer perro en sufrir estos síntomas fue el perro de
Bartolo.
Y aquí comienza nuestro cuento:
Bartolo era un niño de 8 años que siempre se ocupaba de su perro,
Ding-Dong. Decidió llamarle así cuando se dio cuenta de que siempre se
le escapaba el pis de pura emoción al oír el timbre de casa. Si Bartolo
era lo bastante rápido como para pronunciar su nombre tres veces
seguidas en menos de un segundo, Ding-Dong conseguía aguantarse las ganas. Era
bastante divertido que alguien llegara a casa. "Ding-dong" - éste era el
timbre - a lo que Bartolo respondía: "¡Ding-Dong, Ding-Dong,
Ding-Dong!". Su perro, Ding-Dong, ladraba de alegría y Bartolo suspiraba
aliviado. Un buen día, sin que ninguna mente pudiera averiguar por qué,
Ding-Dong comenzó a hacerse pis sin tregua, a hacerse caca por todos lados: De día, de noche, dentro de casa, fuera
de casa, en el ascensor, en la farola, en la alfombra, cerca de los
enchufes, lejos de los enchufes, con los ojos cerrados, con los ojos
abiertos... Tremenda porquería la que organizaba Ding-Dong en un
pis-pás. Bartolo contó sus preocupaciones a sus compis del cole. ¡Cuál
fue su sorpresa cuando supo que su perro no era el único, sino que se
trataba de una epidemia perrun@cacatil!
Bartolo
pensó y pensó y decidió crear una empresa. La llamaría Perrobotics
& Co. Crearía perrobots que limpiasen todo lo que l@s perr@s
ensuciasen. Después de muchos experimentos, Bartolo consiguió un robot
que lo limpiaba todo. Todito. Lo probó con Ding-Dong y vio que daba buen
resultado. Su perro estaba algo incómodo, porque el perrobot no paraba
de perseguirlo por todos lados. Limpiaba
sin parar, sin quejarse. Pero ahí estaba. Le había robado algo que
Ding-Dong hasta ese momento no sabía que tenía: Intimidad.
Intimidad para un@ perr@ es poder tirarse un pedo sin que nadie se
entere, rascarse las pulgas, estornudar sin que nadie le pregunte si
tiene el moquillo, o quedarse espiando a las mariposas. Y ya no tenía.
Siempre estaba el perrobot a su lado, con ese ruido tan de robot: "Bip-
bip- bip". La intimidad se convirtió en un tesoro que Ding-Dong echaba
de menos.
Ahora
fue Ding-Dong el que pensó, y pensó, y pensó. Se fue a su rincón de
pensar. "Bip-bip-bip", el perrobot no le quitaba ojo, ¡qué pesado!
Ding-Dong pensó. Pensó en Bartolo, en las veces que se tapaba la nariz,
en las veces que le había limpiado antes de inventar aquella dichosa
máquina. Él siempre le había cuidado muy bien, era su amigo favorito. Ya
ni se acordaba de por qué empezó a hacer caca por las esquinas. Pensó en
hacer las cosas de otra forma, para que no pasase lo mismo de siempre. Y
se concentró. Y empezó a hacerse pis encima solamente cuando sonaba el
timbre de la puerta y Bartolo no le llamaba tres veces seguidas en menos
de un segundo.
Pocos pises después Ding-Dong recuperó su intimidad y con ella a su mejor amigo, Bartolo.