Presentación

Soy Isabel Lafuente y en este blog os contaré mis andanzas como escritora.

Tengo dos álbumes ilustrados que buscan ser amadrinados por una editorial. Están registrados todos los derechos, tanto del texto como de las imágenes.


Uno se titula Truenda, y trata sobre una monstrua que decide explorar la vida en la ciudad - A partir de tres años de edad.

El otro, Tu Voz, es más poético y está dirigido a todas las edades. La ilustradora es mi hermana, la artista Begoña Lafuente. Crea unas imágenes maravillosas y divertidísimas. 

Aquí os dejo una muestra.

 

La princesa Petunia

La princesa Petunia vivía en una torre.  Ella no entendía muy bien qué hacía allí. Tampoco recordaba cuánto tiempo llevaba encerrada, ¿desde que había nacido, quizás? 

Todas las mañanas a Petunia le permitían salir para asistir a la escuela de príncipes y princesas. Hoy era jueves y los jueves tocaba clase de ciencias naturales. Era su asignatura favorita.

—Buenos días princesas y príncipes —dijo la maestra, doña Acerina—. Tengo una pregunta para ustedes… ¿Las plantas crecen siempre hacia arriba?

—¡Claro!

—¡Sí!

—¡Sí! —respondían unas y otros.

Varias princesas suspiraron en lugar de responder. Un príncipe muy guapo levantó la barbilla para demostrar que se aburría tremendamente. La princesa Petunia se quedó callada. Casi seguro que sí, las plantas crecían siempre hacia arriba, pero... en realidad no lo había comprobado.

—Aquí tengo una judía blanca para cada uno de ustedes. Les enseñarle cómo se cultivan.

—¡Yo no me quiero ensuciar las manos con tierra! —contestó el príncipe guapo.

—¡Es verdad! —contestó una princesa llamada Poltrona—, ¡Menudo asco!

Doña Acerina hizo un gesto con las manos «se acabó»,  y comenzó a repartir las judías. Llegó a la altura del pupitre de Petunia. Colocó un haba, tal y como había hecho con el resto de sus compañeros.

—¿Puedo quedarme con dos? —preguntó Petunia en un susurro.

Doña Acerina no respondió y continuó repartiendo. «He hablado demasiado bajo», pensó Petunia. 

La maestra regresó al frente de la clase.

—Comencemos... Petunia, se te ha caído algo al suelo. Debe de ser la goma de borrar.

—Gracias, doña Acerina.

Petunia se inclinó y recogió del suelo... su segunda judía.

Buena parte de los príncipes y princesas, incluida Poltrona, miraban al techo o hacían garabatos en sus libretas. Mientras tanto, Petunia seguía atenta las instrucciones de la maestra.

 

—... y después de una semana, ya tendremos una plantita joven —terminaba de explicar doña Acerina.

 

Cuando la clase terminó, Petunia llevó a la torre su libro de Ciencias. La tarde se le pasó muy rápida repasando la lección. Al anochecer, Petunia tiró la judía por la ventana y la regó con un vaso de agua. Luego tomó de su bolsillo la segunda judía, la que doña Acerina le había dado con disimulo. Decidió que esa sería su judía secreta.  Hizo cuatro agujeritos en el fondo de un vaso de yogur, y puso un poco de tierra en su interior. «El armario será un buen escondite», pensó. Apartó vestidos vaporosos, abrigos y capas, hasta que consiguió hacerle un huequito y dejó la puerta entreabierta para que entrase un poco de luz. De eso sí estaba segura, las plantas necesitaban luz para vivir. Además, lo decía el libro.

Todas las noches Petunia vaciaba un vaso de agua apuntando al pie de la torre, y usaba otro vaso para regar la judía del armario. A veces resultaba difícil encontrar la judía secreta entre tanta ropa, pero no paraba hasta conseguirlo.

Al cabo de tres semanas una princesa faltó a clase. Era algo que nunca antes había ocurrido. Doña Acerina hizo una llamada.

—¿Majestad?... Se trata de la princesa Poltrona. Hoy no ha venido a clase.

—¡Alerta, alerta! —gritó el rey.

Los guardias fueron corriendo a la torre de la princesa, pero estaba vacía. Se asomaron a la ventana.

—¡Ay, ay! —gritaba alguien desde abajo.

Los centinelas bajaron las escaleras como un rayo. A los pies de la torre encontraron una princesa llena de moratones. Era la princesa Poltrona. A su lado había una planta que trepaba por el muro, hasta casi llegar a la ventana. La fuga de la princesa había fracasado.

¡Inspeccionen todas las torres! —ordenó el jefe mayor de seguridad.

Castillo tras castillo, una torre tras otra, en todas había una planta trepadora que subía peligrosamente hacia la ventana. Pronto toda la clase supo lo que había ocurrido. «Parece que a todas se nos ha ocurrido la misma idea»,  pensó Petunia.

—¡A sus puestos!, ¡Corten inmediatamente esas plantas! —gritó el jefe de seguridad del reino.

Esa tarde, las lágrimas de las princesas caían por las ventanas de las torres, ¡pobrecitas!

—¡Piedad, jardinero! —gritaba una.

—¡No corte la judía, es para clase de ciencias! —gritaba otra.

Pero los jardineros tenían órdenes de cortarlo todo. Absolutamente todo.

Petunia observaba desde su torreón. «¿Las plantas crecen siempre hacia arriba?», pensaba.

Abrió el armario para regar la judía escondida.  Las ramas se habían enredado tanto entre la ropa  que Petunia no se había dado cuenta de lo grande que era ya la planta.

—¡Tchac! —escuchó Petunia. El sonido venía del exterior de la ventana.

—Mi capitán, esta es la última planta que faltaba por cortar. Podrán estar tranquilos esta noche. Ninguna princesa logrará huir —dijo el jardinero real.

Petunia acarició su libro de ciencias. Según sus cálculos, faltaba otra semana más para que la judía secreta estuviera a punto. ¡Demasiado tiempo! «no tiene que ser la fuga perfecta, Petunia», se dijo a sí misma, «con que sea una buena huída, vale». Y Petunia estaba harta de los suspiros de las princesas y de los aires de importancia de los príncipes. Quería irse YA. Sí, sería esa misma noche. Después de la cena, para no levantar sospechas.

Comió lo poco que le permitieron sus nervios y se lavó los dientes. Al abrir el armario encontró un lío tremendo. Todo estaba enredado con la planta de judía: las mangas de los vestidos, las faldas de gala que parecían globos hinchados, las capas... Petunia tiró la ropa al suelo y liberó las ramas una a una. Al terminar tenía delante una planta tan larga que daba tres vueltas a la habitación. Ató uno de los extremos a la ventana y arrojó el resto hacia afuera. La planta no llegaba a tierra y Petunia no quería hacerse daño, como le había pasado a su compañera Poltrona. Se giró y vio la ropa desparramada por la alfombra. No había hecho la maleta, no quería llevarse esa ropa tan incómoda, que además abultaba muchísimo. «¿Y si le diera un último uso antes de irme?», pensó, y la tiró por la ventana, sin pensarlo dos veces.

—¡Princesa Petunia, princesa Petunia! —el ayudante del cocinero la llamaba desde el otro lado de la puerta—, ha olvidado tomar su Cola-cao.

—Es verdad, ¡el Cola-cao! —respondió Petunia.

Tenía que ganar tiempo, ¿qué podía decir?

—La cosa es que ya me he lavado los dientes —se acordó.

—Bueno, entonces me lo tomo yo, para que nadie note nada —dijo el chico.

—Vale, gracias. Buenas noches —. Petunia suspiró.

Echó un último vistazo a su cuarto antes de asomarse a la ventana. «Ojalá hubiera practicado más gimnasia», pensó, «ahora sería más fuerte». Le temblaban los brazos y las piernas por el esfuerzo y el miedo, pero continuó bajando hasta el final de la judía. Miró al suelo. Faltaba un trecho para llegar a tierra. Contó hasta tres y se dejó caer encima de los vestidos de fiesta de princesa.

¡Plof, chof, ssschhhhflussss! Fue un aterrizaje suave. No se dio la vuelta, no quería mirar atrás. Dos princesas suspiraron desde sus torres. El príncipe presumido la miró admirado, pero Petunia ya no estaba. Había salido corriendo. Su único equipaje era el libro de ciencias. Ahora sabía que las plantas no siempre crecían hacia arriba, sino que también crecían hacia la luz.

Al día siguiente, doña Acerina pasó lista. Faltaba Petunia.

—Maestra, ¿no va a llamar al rey para informar? —preguntó el príncipe engreído.

—Tiene usted razón, príncipe. Haré esa llamada.

Doña Acerina marcó el número del rey. Como respuesta, escuchó la voz metálica del contestador automático.

—Solo falta la princesa Petunia, por eso llamo —dejó grabado. «¡Menos mal!, ha sabido aprovechar su oportunidad. Cuando los guardias escuchen el mensaje, ella ya estará lejos», pensó la maestra.

Aunque ha pasado mucho tiempo, Doña Acerina todavía continúa ayudando a las princesas a escapar de sus torreones. Con disimulo. Con mucho disimulo.

Las ecuaciones de Albert

En el año 1884 las fotos se hacían en blanco y negro y los señores llevaban sombrero por la calle. Aún no se habían inventado ni los ordenadores, ni los teléfonos móviles.

Albert tenía 5 años. Estaba malito y jugaba en su habitación, construyendo rascacielos con una baraja de cartas.

«toc-toc-toc» —tocaron a la puerta.

Era papá Hermann.

—Hijo, te traigo un regalito, para que te diviertas mientras te pones bueno.

Albert abrió el envoltorio y descubrió un reloj con una sola aguja. Caminó por su habitación y se dio cuenta de que la aguja bailoteaba y señalaba siempre un sitio. Sin darle cuerda, sin ningún mecanismo que él pudiera ver, la aguja de la brújula giraba hacia el mismo punto, día y noche.  El invento se llamaba brújula. A Albert le encantaban los acertijos matemáticos, pero esto era todavía mejor que cualquiera de ellos.

Al año siguiente, cuando cumplió 6 años, Albert aprendió a tocar el violín. Se divertía mucho, porque el violín le hablaba con su música:

—Todos me llaman violín, Albert, pero yo en realidad me llamo Lina.

Albert seguía tocando, y al terminar se despedía:

—Lina, me voy a dar una vuelta con la bici y con mi brújula. Quiero descubrir nuevos caminos.

Pauline, la madre de Albert, intentaba detenerlo al verlo salir por la puerta:

—Albert, ponte calcetines. Se te han olvidado otra vez.

Los calcetines de Albert tenían la costumbre de agujerearse por el dedo gordo. Él estaba harto.

—Mamá, los calcetines solo sirven para generar agujeros. Me voy.

Y antes de que mamá Pauline pudiese reaccionar, Albert ya se había ido con la bici y la brújula.

A Albert le gustaban además otras cosas, como estudiar matemáticas y física. Era el primero de la clase, aunque la historia y la geografía le resultaban difíciles.

—Estudia historia, hijo, que mañana tienes examen.

—Mamá, no me gusta memorizar. No tiene lógica.

—Pero Albert, cariño. Basta con imaginarse la vida de los reyes siglos atrás. En realidad es como un cuento de fantasía.

—Prefiero las fórmulas, mamá. O preguntas más interesantes.

—¿Ah, sí? Preguntas más interesantes... ¿como cuál, por ejemplo?

—Por ejemplo, ¿qué pasaría si pudiera perseguir la luz y finalmente adelantarla?

—Te quedarías a oscuras, supongo.

A Albert no le convenció mucho la respuesta y siguió jugando con la brújula.

Cuando creció continuó montando en bici y tocando el violín. Estudió física en la universidad. Empezó a descubrir fórmulas en las que nadie antes había pensado. Su chófer lo llevaba de universidad en universidad, para explicar sus descubrimientos.

—Doctor Albert, he escuchado su charla lo menos 30 veces; ya me la sé de memoria —le dijo un día el chófer.

—Oliver, eres un exagerado. Ojalá te la supieras, porque hoy estoy cansado.

Albert y Oliver usaban al misma talla de ropa. Se miraron como dos niños traviesos. Al cabo de un rato entraron en la sala de conferencias.

Uno de los dos subió a la tarima y comenzó la conferencia. Decía las palabras habituales sobre energía, masa y luz, convencido sobre lo que contaba.

La charla terminó y un estudiante levantó la mano.

—Doctor, tengo una pregunta: Si aumentáramos la luz y comprimiéramos el espacio, ¿variaría la masa de un cuerpo?

—Caballero, mi chófer está sentado al final de la sala. Su pregunta es tan sencilla, que dejaré que él mismo la responda.

Un señor con gorra de chófer y sin calcetines, respondió sin dificultad.

No hubo más preguntas.

Albert continuó investigando y estudiando. Cuando tenía 42 años ganó un premio que solo ganan los más listos de entre los listos, el premio Nobel. Había descubierto una fórmula para explicar una cosa que los mayores llaman el “efecto fotoeléctrico”.

Su chófer le preguntó:

—Doctor, ¿me lo puede explicar?

—Oliver, imagina que tienes una placa de metal. Luego la iluminas con una luz fuerte. El metal suelta una carga negativa, un electrón, por efecto de la luz. Eso es el efecto fotoeléctrico.

—Con todos mis respetos, señor, ¿los demás le han creído?

—Sí, sí. Un día lo entenderás tú también. Y lo creerás —dijo Albert, sonriendo.

Oliver no estaba muy convencido. Quería entender a su jefe, al que todos admiraban.

—Dígame, doctor, ¿ha descubierto más cosas?

—Sí, Oliver; la teoría de la relatividad y fórmulas que explican el movimiento browniano.

—Relatividad... —susurró Oliver— me suena.

—Explica la relación entre materia, movimiento y energía. La materia, las cosas, son pequeñas partículas, pequeños trocitos, que forman los objetos. Esos trocitos pueden convertirse en energía, y al revés: la energía puede crear materia. He descubierto una fórmula preciosa, ¿te la digo?

—Deje, deje, doctor. Al principio sus charlas eran mucho más sencillas. Ahora creo que no me las aprendería de memoria ni en un millón de años.

—Oliver, también tengo otra ecuación para el movimiento browniano. Explica cómo se mueven las sustancias en un líquido, según esté caliente o frío.

—Usted es un vendedor ambulante de fórmulas, señor. Casi como los políticos, que intentan convencer a la gente de sus ideas.

—¿Sabes, Oliver? Los políticos presumen de su poder, pero dura poco. Sin embargo una ecuación... Una ecuación vale para toda la eternidad.

Oliver no sabía qué contestar. Albert se despidió hasta el día siguiente:

—Te doy la tarde libre, Oliver. Yo me voy a tocar el violín con mis colegas científicos. Hay un grupito que toca muy bien, vale la pena.

Albert habló con periodistas y admiradores y, cuando al fin lo dejaron tranquilo, se fue a tocar el violín.

Y así termina la historia de uno de los científicos más famosos de todos los tiempos, Albert Einstein. Su apellido significa “unapiedra”, fuerte como su inteligencia. Albert vivió hace mucho tiempo, entre 1879 y 1955.

Biografía

María Isabel Lafuente López, Valencia, 1966.

Desde pequeña la acusan de vivir en las nubes, en un mundo de fantasía. La magia del mar la lleva a estudiar Biología.
Tras la licenciatura se traslada a Escocia, donde aprende a cultivar estrellas… de mar.

Amplía sus inquietudes al mundo de las historias, asiste a talleres de cuentacuentos y comienza a escribir relatos para niños.
Su referente es Gianni Rodari y su maravilloso mundo alocado, donde todo tiene cabida.

En la actualidad reside en Gran Canaria, arropada por la calidez de sus gentes.

Entre sus relatos se incluyen los siguientes títulos:
Dos minutos esperando... la lavadora, Plastinga, ¡Ding-Dong!, Sucedió en Ucrania, La charca, Dinograndotux y Dinocanijix, El cuento de María, Cuento oscuro, Tsuyu, La gatita a rayas, Becarquiloce, El reloj glamuroso, Belinda.
 
Están en fase de publicación los cuentos Gabriela Mosquitorraptor y Rufo y las investigadoras de lagartijas.

Cuento Oscuro

Es curioso, me voy dando cuenta de los momentos mágicos una vez han pasado, mucho tiempo después. Se convierten en recuerdos entrañables, en refugios de felicidad.
Cuando yo era chiquta, en casa no estaban de moda las reuniones familiares. Nos reuníamos, sí, pero en silencio. Recuerdo los domingos con cariño. Era el día de "La Casa de La Pradera". Yo miraba embobada a Laura Ingels, correteando y dando brincos de alegría por la campiña, entrando en su cabaña, donde todo era paz y serenidad. A pesar de unos padres tan cursis, tenían vida de familia, hablaban, compartían. A mis ojos eran la viva imagen de la familia feliz.
A nosotros los Ingels nos daban unas cuantas vueltas. En mi familia, por alguna misteriosa razón, esperábamos a que el telediario hubiera empezado o estuviese a puntito para sentarnos a comer. Si mi padre estaba en casa, no se hablaba. Parecía como si el mundo se fuese a detener si no le dejábamos oír las noticias. Creo que ahí empecé a cogerle manía a la tele. Silencio sepulcral, ruido de cubiertos,... y noticias. Con el fútbol había algo de tregua y podíamos comentar cosas... Hasta que comenzaba el parte del tiempo. ¡El tiempo!, que nadie abriese la boca. Todavía estoy a tiempo de preguntarle a mi padre por qué esa obsesión. Después de todo, él nunca ha trabajado como agricultor, ni especulador agrario ni nada por el estilo.
En Madrid, donde vivíamos, las tormentas más fuertes ocurrían en las noches de verano. Los nubarrones negros se agolpaban, el pelo se me encrespaba al peinarme, la electricidad estática iba en aumento. Los perros no paraban de ladrar y de gimotear. Los relámpagos inundaban la noche de azul. Luego, silencio total. ¡Brruuuuuum! El primer trueno. Unos cuantos truenos más tarde, la electricidad se iba. Se hacía la oscuridad total en la casa. Recuerdo palpar las paredes, buscando el pasillo, buscando voces para orientarme. Mi madre buscaba velas, nos rescataba por las habitaciones y ahí terminábamos, todos sentados en el sofá del cuarto de estar. Había llegado la magia. Solíamos quedarnos en silencio, compartiendo el momento. Si hablábamos, lo hacíamos cuchicheando, como si el aire fuera de cristal. En mi imaginación yo era Laura Ingels, dando botes de felicidad. Me resultaba extraño a la vez que me encantaba encontrarme tan a gusto, sin luz, sin nada que hacer. Simplemente estar. Al cabo de unas horas finalmente volvía la electricidad. Pero, en ese ratito de oscuridad era cuando yo sentía la luz.

Blogs recomendados

 He encontrado varios blogs interesantes en los que recomiendan libros infantiles para las personitas de casa.

El blog de pekeleke recomienda libros clasificados en categorías de temas y edades, muy útil para descubrir nuevas lecturas.

El blog cuentos para dragoncitos está a cargo de Juani Velilla, profesora y escritora de cuentos infantiles.

¡Ding-Dong!

Érase una vez un mundo donde l@s perr@s hacían caca sin límite. Se había vuelto incómodo sacarl@s a pasear. El primer perro en sufrir estos síntomas fue el perro de Bartolo.
Y aquí comienza nuestro cuento: Bartolo era un niño de 8 años que siempre se ocupaba de su perro, Ding-Dong. Decidió llamarle así cuando se dio cuenta de que siempre se le escapaba el pis de pura emoción al oír el timbre de casa. Si Bartolo era lo bastante rápido como para pronunciar su nombre tres veces seguidas en menos de un segundo, Ding-Dong conseguía aguantarse las ganas. Era bastante divertido que alguien llegara a casa. "Ding-dong" - éste era el timbre - a lo que Bartolo respondía: "¡Ding-Dong, Ding-Dong, Ding-Dong!". Su perro, Ding-Dong, ladraba de alegría y Bartolo suspiraba aliviado. Un buen día, sin que ninguna mente pudiera averiguar por qué, Ding-Dong comenzó a hacerse pis sin tregua, a hacerse caca por todos lados: De día, de noche, dentro de casa, fuera de casa, en el ascensor, en la farola, en la alfombra, cerca de los enchufes, lejos de los enchufes, con los ojos cerrados, con los ojos abiertos... Tremenda porquería la que organizaba Ding-Dong en un pis-pás. Bartolo contó sus preocupaciones a sus compis del cole. ¡Cuál fue su sorpresa cuando supo que su perro no era el único, sino que se trataba de una epidemia perrun@cacatil!

Bartolo pensó y pensó y decidió crear una empresa. La llamaría Perrobotics & Co. Crearía perrobots que limpiasen todo lo que l@s perr@s ensuciasen. Después de muchos experimentos, Bartolo consiguió un robot que lo limpiaba todo. Todito. Lo probó con Ding-Dong y vio que daba buen resultado. Su perro estaba algo incómodo, porque el perrobot no paraba de perseguirlo por todos lados. Limpiaba sin parar, sin quejarse. Pero ahí estaba. Le había robado algo que Ding-Dong hasta ese momento no sabía que tenía: Intimidad. Intimidad para un@ perr@ es poder tirarse un pedo sin que nadie se entere, rascarse las pulgas, estornudar sin que nadie le pregunte si tiene el moquillo, o quedarse espiando a las mariposas. Y ya no tenía. Siempre estaba el perrobot a su lado, con ese ruido tan de robot: "Bip- bip- bip". La intimidad se convirtió en un tesoro que Ding-Dong echaba de menos.

Ahora fue Ding-Dong el que pensó, y pensó, y pensó. Se fue a su rincón de pensar. "Bip-bip-bip", el perrobot no le quitaba ojo, ¡qué pesado! Ding-Dong pensó. Pensó en Bartolo, en las veces que se tapaba la nariz, en las veces que le había limpiado antes de inventar aquella dichosa máquina. Él siempre le había cuidado muy bien, era su amigo favorito. Ya ni se acordaba de por qué empezó a hacer caca por las esquinas. Pensó en hacer las cosas de otra forma, para que no pasase lo mismo de siempre. Y se concentró. Y empezó a hacerse pis encima solamente cuando sonaba el timbre de la puerta y Bartolo no le llamaba tres veces seguidas en menos de un segundo.


Pocos pises después Ding-Dong recuperó su intimidad y con ella a su mejor amigo, Bartolo.