La charca

Hoy estaba triste porque no se me ocurría ninguna historia. Me he puesto mis calcetines de corazones, mi camiseta amarillo chillón, y lista. Remedio casero contra la imaginación desecada.

Estoy teniendo desaguisados técnicos con los audiocuentos, antes estaba el de la charca. Ahorita está volatilizado. El universo cuentero está al rescate, en breve volverá a aparecer aquí:


Hacen falta varios sonidos, que marco así ::::::, para contar mejor el cuento. 


La charca

Una noche de invierno canario, en una charca fresquita, ::::(ranitas)::: las ranitas Coquita y Tulita comenzaron a croar.::::::(ranitas)::::::::: Era su forma de llamar a la lluvia, querían jugar con ella un ratito. Vino la lluvia::::(lluvia):::::::, y entonces el sapo Belardo se animó a salir de su escondite. Belardo era un sapo grandote, imponente, la charca temblaba a sus pies::::(pasos como de dinosaurio)::::::::, era el más pesado entre los croadores. En un par de saltos ::(pasos como de dinosaurio)::: se plantó al lado de Coquita y Tulita ::::(ranitas)::. Abrió su enorme bocota... Pero Belardo no croó.::::(llamador de ángeles)::::::::::: De su boca salió un sonido mágico, como de cascabeles diminutos.::::(llamador de ángeles):::::::(ranitas)::: no sabían qué pensar. ¿Sería extranjero este sapo? La verdad es que nunca lo habían visto por la charca. A lo lejos se oyó un croar, .::::(sapo):::::::: esta vez sí, de sapo sapote. Todos se giraron. Querían ver quién era el nuevo sapo..:::(sapo)::::::. Al darse la vuelta, solamente vieron a una señora regordeta, con cara angelical, vestida de blanco. ¡Un hada madrina! .:::::(sapo)::::::: ¡Un hada madrina con voz de sapo! ¡Qué lío de cuento!
El hada ::(sapo):::miraba al sapo Belardo ::(llamador de ángeles):::, Belardo ::(llamador de ángeles):::a las ranitas ::::(ranitas)::::, las ranitas Coquita y Tulita ::(ranitas)::: se miraban entre sí. En ese momento, ::::(caballo galopando)::: se oyó un caballo, que se acercaba galopando. ¡Qué de prisa toda junta! La lluvia ::::(lluvia)::: poco a poco se fue apagando, se estaba convirtiendo en nieve. El galope del caballo se hizo más lento y apagado :::::(galope sobre nieve)::(cascabeles)::. Entonces pudieron ver a un caballo pasar, tirando de una hermosa carroza. Todas dieron saltitos, intentando ver a través de la ventana de la carroza, curiosas por saber quién tenía tanta prisa. :::::(tic-tac, tic-tac):::: Un minuto en peligro de extinción viajaba en la carroza. Era un minuto hipnotizado, lo habían atontado para que no pasase tan rápido. El caballo intentaba explicárselo a todas a la carrera, no podía parar. El sapo Belardo dijo Aaaahhh, a su manera, como pensando: Ya lo entiendo ::::(llamador de ángeles):::, y antes de que nadie pueda reaccionar, el minuto se despertó ::::(tic-tac, tic-tac):::, encandilado por el sonido.
El minuto quiso saber enseguida qué había pasado, lo último que recordaba es que era verano, ¡y allí hacía mucho frío! 


Un remendador de voces podría negociar el intercambio entre el sapo y el hada. Quizá él también sepa por qué se había perdido el minuto. ¿Quieren las voces ser remendadas, o están bien así?  Tampoco está nada mal ser un sapo mágico ni un hada vacilona... A lo mejor el minuto se está pasando de listo, queriendo tenerlo todo controlado... El tiempo se había echado a dormir, y por fin se podían hacer unas cuantas travesuras. Puede que en el bosque no necesitasen aquel minuto, después de todo. Jía, jía, dijeron todas juntas, asustando al caballo, que volvió a galopar. El minuto se alejaba. Había empezado a llover de nuevo ::::(lluvia, ranitas, llamador de ángeles, sapo)::::.

El cuento de María


Aquí puedes escuchar el cuento:



María tenía un cuento... chulo súper chulo. Le gustaba leerlo antes de irse a dormir, porque entonces tenía unos sueños mucho más divertidos, de aventuras, viajes, misterios, amigos invisibles... La protagonista de su cuento era una niña, como ella.
Pero... María tenía un secreto, que no había contado a nadie. A veces, cuando estaba muy cansada, leyendo, y los párpados le pesaban y le pesaban, cada vez más, tenía la sensación de que el dibujo del cuento pegaba unos brincos tremendos, haciendo señas con los brazos, como si gritase: “¡Eh, María! ¡Aquí, estoy aquí!” María daba un respingo, se frotaba bien los ojos... pero al volver a mirar, sólo veía un dibujo pegado al papel. Se hacía la despistada, mirando al techo, luego de reojo... pero no, la niña del dibujo ya no se volvía a mover. María se encogía de hombros, suspiraba, daba un beso de buenas noches a su cuento, y se acostaba a dormir.

Un viernes, María se levantó nada más sonar el despertador. ¡Había tenido una ideota genial! Esta vez iba a pillar al dibujo del cuento con las manos en la masa. El día se le hizo muy largo, hasta que por fin volvió del cole, jugó, se bañó, cenó... Lo tenía todo calculado, al día siguiente no tenía que madrugar. María se estaba entreteniendo en el cuarto de estar más que de costumbre, así que su mamá y su papá la miraron extrañados.

  • Te noto nerviosa tesoro, ¿hoy no vas a leer tu cuento? - le dijo su mamá.
  • ¡Noooo! - gritó María - ¡Todavía me queda un rato muy largo para irme a la cama!

Su papá y su mamá se miraron, como pensando: Esta criatura se está quedando un poco sorda, la pobre, ¡tan joven!..., y siguieron a lo suyo.

María se puso a cuatro patas, y casi sin atreverse a respirar para no hacer ruido, fue gateando hasta su cuarto. Y allí estaba... El dibujo había salido del cuento. ¡Qué cara más dura! Estaba cotilleando todas sus cosas, ¡¿Cómo se atrevía?!

  • Te pillé gritó María.
  • - ¡Aaaaaahhh!

Una vocecita chillona gritó asustada. El dibujo se puso colorado como un tomate. ¡Qué vergüenza, le habían pillado!

-- O -- O -- O --



María acababa de pillar al dibujo escapando de su cuento. Estaba petrificado, sin moverse del sitio.

  • Hola. Me llamo María.

El dibujo seguía sin moverse.

  • Venga, dibujo, no te hagas el loco, que ya te he visto. Dime cómo te llamas, por lo menos.
  • Bruna, soy el dibujo de Bruna.

María sonrió y le tendió la mano, muy despacito para no hacerle daño. Bruna dudó, pero por fin se acercó y le tendió su manita. Las dos se miraban sin saber qué decir. Finalmente María rompió el hielo:

  • Ven, que te enseño mi casa. Despaciiiito, que no nos oigan los mayores...

María y el dibujo de Bruna salieron de puntillas de la habitación. Todavía se miraban la una a la otra con curiosidad, como cuando se conoce a alguien nuevo. Caminaron por el pasillo. Al llegar al final subieron la vista poco a poco. Poooommm, Poooommmm, Poooommmm... Un gran reloj de pared tocaba las diez.

    • Es el reloj Pipo – dijo Bruna.
    • ¿Pipo?, pero... ¿le conoces? María la miraba con cara de asombro.
    • Claro, es Pipo, el reloj glamuroso.

Y esta es la historia de Pipo, que empieza así:

 pinchar aquí para ver la historia de Pipo, El Reloj Glamuroso

Tsuyu

Érase una vez Tsuyu, la niña que llovía. Llevaba tanto tiempo lloviendo, que no recordaba cuándo empezó todo. Simplemente el agua surgía de su pelo, de sus brazos, de todo su cuerpo. Chorreaba allá por donde iba. Tenía la suerte de compartir vida con la tribu maracuyá, amante de la tierra. La tribu sabía el privilegio que suponía contar con Tsuyu, ya que solamente una vez cada mil años ocurría algo así. Los maracuyenses querían que creciera siendo respetuosa y no se aprovechase de su enorme don, por lo que se tomaron la educación de Tsuyu como una tarea vecinal. Desde sus primeros días la niña conoció a todos los habitantes de la tribu, quienes la invitaban gustosos a jugar en sus jardines y a contemplar sus macetas. Sobre todo la intentaban engatusar para que se cobijase del sol del verano bajo sus árboles. Ella se sentía una privilegiada, al resto de sus amigas sus mamás siempre las incordiaban para hacerles coletas, limpiarlas, arreglarlas. A Tsuyu, no. Su pelo era un continuo desmadeje, mojado, brillante, como cataratas de agua oscura. Nunca la mandaban peinarse ni lavarse.
Pero cuando Tsuyu creció, empezó a sentirse una mujer "regadera". Era más original que ser mujer florero, se decía a sí misma para consolarse, pero esperaba más de la vida que simplemente dejarse llover.

Ahora este cuento está en barbecho, tengo que esperar a que Tsuyu me susurre qué ocurrió.

La gatita a rayas

Nota: Para entender este cuento, primero hay que leer el de Celiatrix (más abajo).

Érase una vez una gatita de piel atigrada, especial para la gente que la conocía, pero por lo demás, normal del todo. A la gatita le gustaba pegarse sus graaaaaaandes siestas. Un día, durmió tanto, tanto, ... que al despertar tenía el pelo de todo el cuerpo más cortito que antes de irse a dormir. Y sobre todo, tenía el cuerpo a rayas blancas y negras, como las cebras. Lo más lógico hubiera sido buscar una cebra con piel de gata a ver si le apetecía cambiar el pelo, como se hace con los cromos. Pero a nadie se le ocurrió.

La gata mientras tanto se lamía y se lamía, pensando que estaba salpicada de barro, o de café, o de, pero las rayas seguían allí, cada vez más brillantes y relucientes de tanto lametón. Tanto lametón, pasan dos minutos, ya se puede tender la ropa... Ya tengo otro cuento deshilachado. Sí, voy a llamarlos cuentos deshilachados. ¡Qué tramposa, la tía gansa!

Los dos minutos de Plastinga

Celiatrix puso corriendo su primera lavadora cuentera, ¡qué emoción!....

Érase una vez una niña que siempre llegaba tarde. Tan tarde, tan tarde llegaba siempre, que terminaron llamándola Plastinga.

- ¡Qué pesada, Plastinga, siempre con retraso! - le decían en su pandilla.

A ella no le parecía tan importante eso de la puntualidad, qué manía tenían todos con llegar a tiempo.
Un día la engañaron para llevarla al relojero, a ver qué se le ocurría a él. El relojero la miró de pies a cabeza... de la cabeza a los pies...   

- Esta niña está oxidada por dentro - dijo muy serio el relojero.

- ¡¿Cómo se atreve?!  - Ésta que suena ahora es la mamá de Plastinga - ¿Está insinuando que mi hija come clavos, y encima cochambrosos? 

 - Vamos, cariño. No quiero seguir viendo a este señor tan desagradable ni un momento más.

Y así termina la historia de Plastinga, la niña más lenta que una berlinga. Como es un cuento rápido, no caben más explicaciones, cada un@ lo tiene que terminar a su manera, pero rápido.... ¡Ya quedan menos de dos minutos! 

Celiatrix: Dos minutos esperando a la lavadora



Este fin de semana he conocido a una nueva amiga. Va diciendo por ahí que se llama Celia, pero tiene cara de hada madrina, así que se tiene que llamar Celiatrix, por lo menos. Puede que más adelante se lo diga, de momento no. Celiatrix está enfadada con su lavadora - cada una tiene derecho de enfado con quien quiera. Le molesta que ella, la lavadora, tarde dos minutos en abrir la puerta. Lava, termina, para. Espera dos minutos.... dos minutos.... como un semáforo que tarda en ponerse en verde... y otro... y otro... Y sólo después de muchos semáforos, deja que Celiatrix le abra la puerta.

Ella, Celiatrix, pensaba que era un plan de los ingenieros lavadoreros para ponerla nerviosa. Se imaginaba a inventores de bata blanca frotándose las manos y pensando:

- ¡Qué bien, lo que va a rabiar Celiatrix teniendo que esperar para abrir la lavadora! ¡Ja, ja, ja, ja! 

¡Qué risa de malos malísimos, tienen los inventores!

Me alegro de haberla podido conocer, porque así le he explicado lo despistada que anda. No es ningún plan malévolo, al contrario, es un plan de los duendes del Universo Cuentero. Los duendes se dieron cuenta de que cada vez se inventaban menos y menos cuentos en el mundo, así que pensaron en dar dos minutos de tiempo, al terminar cada lavadora, para que todos los mayores inventasen un cuento antes de tender la ropa. Cuando tuvieran el cuento listo, la lavadora dejaría que le abrieran la puerta.

Celiatrix, por fin, se ha dado cuenta del retraso tan tremendo que lleva de cuentos y ya no tiene tiempo de enfadarse.

Por tía Isa

Historia secreta

Ya estamos a febrero y no he incluído ningún cuento nuevo. No es que no haya escrito nada, es que estoy escribiendo un cuento secreto y, de momento, no puedo ponerlo en internet. Pero sí os voy a revelar el nombre de la protagonista: Becarquiloce en honor a Beatriz, Carlota, Quique, Loyola y Celia.
Muchos besos de la tía gansa.

El reloj glamuroso

Érase una vez, un reloj bien presumido, un reloj llamado Pipo. Pipo tenía unas manecillas algo más gorditas de lo habitual. No es de extrañar que sus manecillas abultasen, ya que lucía en ellas sus más valiosas joyas. Le encantaba llevar pulseras de perlas, anillos, sortijas ... Incluso a veces, se ponía una esmeralda en la nariz.

A las cinco menos veinte, el reloj extendía sus bracitos para desperezarse.

- ¡Aaaaahhhhh, qué hora tan rica!

Las diez y diez también era una buena hora, subía los brazos dándose un buen estirón, a la vez que aprovechaba para admirar sus joyas, volviendo sus manos del derecho y del revés.

- Realmente tengo unas joyas lindas y valiosas.

A las dos y diez tenía un minutito para echarse una siesta, apoyando la cabeza en sus bracitos, lo que no estaba tampoco nada mal.

En los días de verano, cuando el calor apretaba, a las tres menos cuarto de la tarde, Pipo estiraba bien sus bracitos... ¡por si le olían los sobacos! ¡Un reloj no puede perder su glamour así como así!

Sin embargo, su hora favorita... su mejor hora eran las doce porque, sin que nadie le viera, podía sujetar con sus dos manitas y admirar en privado su joya más valiosa: su libro de la felicidad. Era un libro especial, no uno cualquiera, de esos que se ven en las bibliotecas... No. Este libro era muy particular, porque estaba escrito por Pipo, nuestro reloj protagonista. En él apuntaba todas las cosas que le hacían feliz, que le hacían sentir bien: Asustar con campanadas tremendas a señores gruñones que pasaban cerca, guiñar un ojo a los niños que pasaban tarareando a su lado, cambiarse de hora para adelantar la merienda... Lo mejor de su libro es que se podía seguir escribiendo y escribiendo, nunca se terminaban las hojas. A Pipo le encantaba, cada vez que se aburría, no tenía más que leerlo o escribir en él.

Una noche de tormenta, en que el reloj Pipo estaba ensimismado escribiendo sus pensamientos, - Brrouuuuummmmm!! un gran trueno le pegó tal susto, que su libro salió volando por los aires. ¡Qué disgusto tan tremendo!, ¿Y ahora? ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo recuperarlo?

En ese momento oyó maullar a la gata de la casa: Miaaauuu! Miaauuuu!

- Gatita, gatita Paquita, gatita bonita, ¿me puedes alcanzar ese libro que hay en el suelo?

- ¿Yo? ¿Es a mí?

Saben ustedes, Paquita estaba algo disgustada con Pipo. ¡Ella! que era tan elegante y distinguida, ¡ella!, que siempre estaba tan limpia y relamida, nunca había conseguido que Pipo le prestase ni un abalorio, ni siquiera una de tantas pulseras como tenía. Así que la gata Paca no se conmovió ni un poco.  Estaba tan enfadada con Pipo, que hasta se puso chula:

- Venga, Pipo, no me tomes el pelo. Pero si tú te pasas el día mirándote en el espejo que tienes enfrente, seguro que no sabes ni leer...

Pipo no entendía a qué venía un enfado tan enorme, ¡qué modales tan malos, los de la gata Paca! Pipo, famoso por su glamour, y Paca, admirada por su elegancia, se miraban de reojo, enfurruñados. ¡Vaya estampa!

El libro, entretanto, se cansó de tanta tontería:

- Parece mentira, ¡son como mayores!, pensó el libro. Aprovechó una ráfaga de viento para acercarse a Paca, y se quedó abierto en una página. La gata Paca notó algo a sus pies, y al bajar la vista pudo leer:

Qué lindo hacer sonar los segundos, campanear las horas, aspirar la risa de los niños. Qué lindo ver pasar a Paca, tan elegante como es, ¿cómo no se da cuenta de que es mucho más bonita que todas las joyas que pueda yo prestarle?

La gata Paca miró a Pipo con ojos coquetos. La cara del reloj Pipo se coloreó como las amapolas bajo el sol de verano. 


Por tía Isa

Belinda

Érase una vez una galaxia lejana lejana, de ocho soles y veinte veranos al año, donde vivía un espíritu muy curioso que siempre quería conocer cosas nuevas. El espíritu se moría de ganas de conocer el planeta tierra, así que eligió un papá y una mamá y nació como una preciosa niña llamada Belinda.

Todo le maravillaba al nacer, era tan distinto a cómo lo esperaba: las flores estallaban en colores en primavera, el mar no se desbordaba al llegar a tierra, acariciaba las orillas acunándolas con sus sonidos. A Belinda le divertía escuchar cómo roncaba el mar a pleno pulmón, haciendo saltar las rocas, con un estruendo tremendo en los acantilados.


Belinda creció y creció, olvidándose cada vez más de su galaxia. Le parecía que siempre había habitado en la tierra, con el ruido de fondo del tráfico, en su bloque de pisos, como el resto de sus vecinos, que, algunos más que otros, eran algo entrometidos, a decir verdad.
Un día, Belinda notó un escozor en la espalda. Se palpó y no le dio mayor importancia, pensando que eran unos granitos. Con los días los granitos crecieron... y crecieron... y crecieron. ¡Belinda le preguntó a su mamá qué eran esos bultos tan raros que le estaban saliendo! "Hija" - le respondió su madre - "no es nada malo, te estás haciendo mayor". Pero los vecinos murmuraban entre ellos por qué la niña tenía esas jorobas tan raras en la espalda.
Cuando las alas que había dentro de las jorobas estallaron, de nuevo fue corriendo a sus padres: "Miren, miren, ¿qué me está pasando?" Sus padres miraron maravillados la espalda de Belinda. "Aaaah. Déjanos verte bien". Belinda tenía dos enormes alas brillantes, con plumas de mil colores: doradas, azules, rojas, verdes, marrones, rosas, blancas, negras, naranjas, plateadas ... Parecía una niña con alas de pavo real. "Son unas alas preciosas Belinda, puedes estar bien orgullosa de ellas y lucirlas y pavonearte con la cabeza bien alta. ¡Qué emocionante, vamos corriendo a probarlas".
Los vecinos vieron pasar como una exhalación a Belinda, seguida de sus padres. "No es posible", se decían, "no puede ser que tenga alas".
Belinda eligió el mar para su primer vuelo. Aquel era un momento muy especial para ella. Estaba tan acostumbrada a ver el mar de todos los humores posibles: tranquilo, encrespado, seductor, juguetón. No podía aguantarse las ganas de verlo desde lo alto. Subió a un acantilado todo lo rápido que supo. Sus alas eran un poco largas y, entre los nervios y la falta de costumbre, Belinda se las pisaba a cada poco. Después de unos cuantos trompicones, allí estaba. Una inmensa pared de piedra a sus pies, sentía un poco de vértigo al asomarse... Y abajo del todo, El Mar... Cerró los ojos para sentir el olor, la brisa, los sonidos del agua jugando con las rocas. La madre de Belinda dio un codazo de complicidad a su marido, señalando las alas, que se iban esponjando, desplegando, subiendo, como si tuvieran vida propia. Belinda se puso de puntillas, todavía con los ojos cerrados, y sintió cómo su pelo se le arremolinaba por toda la cara, y el aire sonaba distinto, como en susurros. Al abrir los ojos vió cómo todo se movía a sus pies; las olas daban brincos gigantescos, intentando alcanzarla para jugar con ella. El mar cambiaba de color de azul, a verde esmeralda, a blanco. Ella miró a los lados para poder contemplar sus alas, ¡cómo le gustaban! Empezó a moverlas y a jugar con el viento, a planear, bajaba casi a ras de agua para refrescarse la cara, daba piruetas arriba y abajo mientras soltaba grititos de felicidad.

Los vecinos fueron a hablar muy seriamente con los padres: 
- Esto no se puede tolerar, tenéis que cortarle las alas a Belinda.
Ellos, sin ningún tipo de explicación, contestaron rotundamente que no.
- Recortádselas entonces, protestaron.
- ¿Por qué habríamos de hacer tal cosa?
- Al menos demostraría que hacéis algo al respecto.


Los padres ignoraron a los vecinos, mientras Belinda seguía practicando su vuelo. Cada vez disfrutaba más, incluso con el tiempo ya se atrevía a sacar de excursión a alguna amiga o amigo de la pandilla.


- Eso sí que no - se quejaron los vecinos otra vez - está revolucionando a nuestros hijos. Pero, ¿qué pretendéis hacer con Belinda?
- La estamos enseñando a volar - contestaron los padres satisfechos.

Versión de la tía Isa, a partir del relato corto "La Mujer Pájaro"