El reloj glamuroso

Érase una vez, un reloj bien presumido, un reloj llamado Pipo. Pipo tenía unas manecillas algo más gorditas de lo habitual. No es de extrañar que sus manecillas abultasen, ya que lucía en ellas sus más valiosas joyas. Le encantaba llevar pulseras de perlas, anillos, sortijas ... Incluso a veces, se ponía una esmeralda en la nariz.

A las cinco menos veinte, el reloj extendía sus bracitos para desperezarse.

- ¡Aaaaahhhhh, qué hora tan rica!

Las diez y diez también era una buena hora, subía los brazos dándose un buen estirón, a la vez que aprovechaba para admirar sus joyas, volviendo sus manos del derecho y del revés.

- Realmente tengo unas joyas lindas y valiosas.

A las dos y diez tenía un minutito para echarse una siesta, apoyando la cabeza en sus bracitos, lo que no estaba tampoco nada mal.

En los días de verano, cuando el calor apretaba, a las tres menos cuarto de la tarde, Pipo estiraba bien sus bracitos... ¡por si le olían los sobacos! ¡Un reloj no puede perder su glamour así como así!

Sin embargo, su hora favorita... su mejor hora eran las doce porque, sin que nadie le viera, podía sujetar con sus dos manitas y admirar en privado su joya más valiosa: su libro de la felicidad. Era un libro especial, no uno cualquiera, de esos que se ven en las bibliotecas... No. Este libro era muy particular, porque estaba escrito por Pipo, nuestro reloj protagonista. En él apuntaba todas las cosas que le hacían feliz, que le hacían sentir bien: Asustar con campanadas tremendas a señores gruñones que pasaban cerca, guiñar un ojo a los niños que pasaban tarareando a su lado, cambiarse de hora para adelantar la merienda... Lo mejor de su libro es que se podía seguir escribiendo y escribiendo, nunca se terminaban las hojas. A Pipo le encantaba, cada vez que se aburría, no tenía más que leerlo o escribir en él.

Una noche de tormenta, en que el reloj Pipo estaba ensimismado escribiendo sus pensamientos, - Brrouuuuummmmm!! un gran trueno le pegó tal susto, que su libro salió volando por los aires. ¡Qué disgusto tan tremendo!, ¿Y ahora? ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo recuperarlo?

En ese momento oyó maullar a la gata de la casa: Miaaauuu! Miaauuuu!

- Gatita, gatita Paquita, gatita bonita, ¿me puedes alcanzar ese libro que hay en el suelo?

- ¿Yo? ¿Es a mí?

Saben ustedes, Paquita estaba algo disgustada con Pipo. ¡Ella! que era tan elegante y distinguida, ¡ella!, que siempre estaba tan limpia y relamida, nunca había conseguido que Pipo le prestase ni un abalorio, ni siquiera una de tantas pulseras como tenía. Así que la gata Paca no se conmovió ni un poco.  Estaba tan enfadada con Pipo, que hasta se puso chula:

- Venga, Pipo, no me tomes el pelo. Pero si tú te pasas el día mirándote en el espejo que tienes enfrente, seguro que no sabes ni leer...

Pipo no entendía a qué venía un enfado tan enorme, ¡qué modales tan malos, los de la gata Paca! Pipo, famoso por su glamour, y Paca, admirada por su elegancia, se miraban de reojo, enfurruñados. ¡Vaya estampa!

El libro, entretanto, se cansó de tanta tontería:

- Parece mentira, ¡son como mayores!, pensó el libro. Aprovechó una ráfaga de viento para acercarse a Paca, y se quedó abierto en una página. La gata Paca notó algo a sus pies, y al bajar la vista pudo leer:

Qué lindo hacer sonar los segundos, campanear las horas, aspirar la risa de los niños. Qué lindo ver pasar a Paca, tan elegante como es, ¿cómo no se da cuenta de que es mucho más bonita que todas las joyas que pueda yo prestarle?

La gata Paca miró a Pipo con ojos coquetos. La cara del reloj Pipo se coloreó como las amapolas bajo el sol de verano. 


Por tía Isa

Belinda

Érase una vez una galaxia lejana lejana, de ocho soles y veinte veranos al año, donde vivía un espíritu muy curioso que siempre quería conocer cosas nuevas. El espíritu se moría de ganas de conocer el planeta tierra, así que eligió un papá y una mamá y nació como una preciosa niña llamada Belinda.

Todo le maravillaba al nacer, era tan distinto a cómo lo esperaba: las flores estallaban en colores en primavera, el mar no se desbordaba al llegar a tierra, acariciaba las orillas acunándolas con sus sonidos. A Belinda le divertía escuchar cómo roncaba el mar a pleno pulmón, haciendo saltar las rocas, con un estruendo tremendo en los acantilados.


Belinda creció y creció, olvidándose cada vez más de su galaxia. Le parecía que siempre había habitado en la tierra, con el ruido de fondo del tráfico, en su bloque de pisos, como el resto de sus vecinos, que, algunos más que otros, eran algo entrometidos, a decir verdad.
Un día, Belinda notó un escozor en la espalda. Se palpó y no le dio mayor importancia, pensando que eran unos granitos. Con los días los granitos crecieron... y crecieron... y crecieron. ¡Belinda le preguntó a su mamá qué eran esos bultos tan raros que le estaban saliendo! "Hija" - le respondió su madre - "no es nada malo, te estás haciendo mayor". Pero los vecinos murmuraban entre ellos por qué la niña tenía esas jorobas tan raras en la espalda.
Cuando las alas que había dentro de las jorobas estallaron, de nuevo fue corriendo a sus padres: "Miren, miren, ¿qué me está pasando?" Sus padres miraron maravillados la espalda de Belinda. "Aaaah. Déjanos verte bien". Belinda tenía dos enormes alas brillantes, con plumas de mil colores: doradas, azules, rojas, verdes, marrones, rosas, blancas, negras, naranjas, plateadas ... Parecía una niña con alas de pavo real. "Son unas alas preciosas Belinda, puedes estar bien orgullosa de ellas y lucirlas y pavonearte con la cabeza bien alta. ¡Qué emocionante, vamos corriendo a probarlas".
Los vecinos vieron pasar como una exhalación a Belinda, seguida de sus padres. "No es posible", se decían, "no puede ser que tenga alas".
Belinda eligió el mar para su primer vuelo. Aquel era un momento muy especial para ella. Estaba tan acostumbrada a ver el mar de todos los humores posibles: tranquilo, encrespado, seductor, juguetón. No podía aguantarse las ganas de verlo desde lo alto. Subió a un acantilado todo lo rápido que supo. Sus alas eran un poco largas y, entre los nervios y la falta de costumbre, Belinda se las pisaba a cada poco. Después de unos cuantos trompicones, allí estaba. Una inmensa pared de piedra a sus pies, sentía un poco de vértigo al asomarse... Y abajo del todo, El Mar... Cerró los ojos para sentir el olor, la brisa, los sonidos del agua jugando con las rocas. La madre de Belinda dio un codazo de complicidad a su marido, señalando las alas, que se iban esponjando, desplegando, subiendo, como si tuvieran vida propia. Belinda se puso de puntillas, todavía con los ojos cerrados, y sintió cómo su pelo se le arremolinaba por toda la cara, y el aire sonaba distinto, como en susurros. Al abrir los ojos vió cómo todo se movía a sus pies; las olas daban brincos gigantescos, intentando alcanzarla para jugar con ella. El mar cambiaba de color de azul, a verde esmeralda, a blanco. Ella miró a los lados para poder contemplar sus alas, ¡cómo le gustaban! Empezó a moverlas y a jugar con el viento, a planear, bajaba casi a ras de agua para refrescarse la cara, daba piruetas arriba y abajo mientras soltaba grititos de felicidad.

Los vecinos fueron a hablar muy seriamente con los padres: 
- Esto no se puede tolerar, tenéis que cortarle las alas a Belinda.
Ellos, sin ningún tipo de explicación, contestaron rotundamente que no.
- Recortádselas entonces, protestaron.
- ¿Por qué habríamos de hacer tal cosa?
- Al menos demostraría que hacéis algo al respecto.


Los padres ignoraron a los vecinos, mientras Belinda seguía practicando su vuelo. Cada vez disfrutaba más, incluso con el tiempo ya se atrevía a sacar de excursión a alguna amiga o amigo de la pandilla.


- Eso sí que no - se quejaron los vecinos otra vez - está revolucionando a nuestros hijos. Pero, ¿qué pretendéis hacer con Belinda?
- La estamos enseñando a volar - contestaron los padres satisfechos.

Versión de la tía Isa, a partir del relato corto "La Mujer Pájaro"