La princesa Petunia

La princesa Petunia vivía en una torre.  Ella no entendía muy bien qué hacía allí. Tampoco recordaba cuánto tiempo llevaba encerrada, ¿desde que había nacido, quizás? 

Todas las mañanas a Petunia le permitían salir para asistir a la escuela de príncipes y princesas. Hoy era jueves y los jueves tocaba clase de ciencias naturales. Era su asignatura favorita.

—Buenos días princesas y príncipes —dijo la maestra, doña Acerina—. Tengo una pregunta para ustedes… ¿Las plantas crecen siempre hacia arriba?

—¡Claro!

—¡Sí!

—¡Sí! —respondían unas y otros.

Varias princesas suspiraron en lugar de responder. Un príncipe muy guapo levantó la barbilla para demostrar que se aburría tremendamente. La princesa Petunia se quedó callada. Casi seguro que sí, las plantas crecían siempre hacia arriba, pero... en realidad no lo había comprobado.

—Aquí tengo una judía blanca para cada uno de ustedes. Les enseñarle cómo se cultivan.

—¡Yo no me quiero ensuciar las manos con tierra! —contestó el príncipe guapo.

—¡Es verdad! —contestó una princesa llamada Poltrona—, ¡Menudo asco!

Doña Acerina hizo un gesto con las manos «se acabó»,  y comenzó a repartir las judías. Llegó a la altura del pupitre de Petunia. Colocó un haba, tal y como había hecho con el resto de sus compañeros.

—¿Puedo quedarme con dos? —preguntó Petunia en un susurro.

Doña Acerina no respondió y continuó repartiendo. «He hablado demasiado bajo», pensó Petunia. 

La maestra regresó al frente de la clase.

—Comencemos... Petunia, se te ha caído algo al suelo. Debe de ser la goma de borrar.

—Gracias, doña Acerina.

Petunia se inclinó y recogió del suelo... su segunda judía.

Buena parte de los príncipes y princesas, incluida Poltrona, miraban al techo o hacían garabatos en sus libretas. Mientras tanto, Petunia seguía atenta las instrucciones de la maestra.

 

—... y después de una semana, ya tendremos una plantita joven —terminaba de explicar doña Acerina.

 

Cuando la clase terminó, Petunia llevó a la torre su libro de Ciencias. La tarde se le pasó muy rápida repasando la lección. Al anochecer, Petunia tiró la judía por la ventana y la regó con un vaso de agua. Luego tomó de su bolsillo la segunda judía, la que doña Acerina le había dado con disimulo. Decidió que esa sería su judía secreta.  Hizo cuatro agujeritos en el fondo de un vaso de yogur, y puso un poco de tierra en su interior. «El armario será un buen escondite», pensó. Apartó vestidos vaporosos, abrigos y capas, hasta que consiguió hacerle un huequito y dejó la puerta entreabierta para que entrase un poco de luz. De eso sí estaba segura, las plantas necesitaban luz para vivir. Además, lo decía el libro.

Todas las noches Petunia vaciaba un vaso de agua apuntando al pie de la torre, y usaba otro vaso para regar la judía del armario. A veces resultaba difícil encontrar la judía secreta entre tanta ropa, pero no paraba hasta conseguirlo.

Al cabo de tres semanas una princesa faltó a clase. Era algo que nunca antes había ocurrido. Doña Acerina hizo una llamada.

—¿Majestad?... Se trata de la princesa Poltrona. Hoy no ha venido a clase.

—¡Alerta, alerta! —gritó el rey.

Los guardias fueron corriendo a la torre de la princesa, pero estaba vacía. Se asomaron a la ventana.

—¡Ay, ay! —gritaba alguien desde abajo.

Los centinelas bajaron las escaleras como un rayo. A los pies de la torre encontraron una princesa llena de moratones. Era la princesa Poltrona. A su lado había una planta que trepaba por el muro, hasta casi llegar a la ventana. La fuga de la princesa había fracasado.

¡Inspeccionen todas las torres! —ordenó el jefe mayor de seguridad.

Castillo tras castillo, una torre tras otra, en todas había una planta trepadora que subía peligrosamente hacia la ventana. Pronto toda la clase supo lo que había ocurrido. «Parece que a todas se nos ha ocurrido la misma idea»,  pensó Petunia.

—¡A sus puestos!, ¡Corten inmediatamente esas plantas! —gritó el jefe de seguridad del reino.

Esa tarde, las lágrimas de las princesas caían por las ventanas de las torres, ¡pobrecitas!

—¡Piedad, jardinero! —gritaba una.

—¡No corte la judía, es para clase de ciencias! —gritaba otra.

Pero los jardineros tenían órdenes de cortarlo todo. Absolutamente todo.

Petunia observaba desde su torreón. «¿Las plantas crecen siempre hacia arriba?», pensaba.

Abrió el armario para regar la judía escondida.  Las ramas se habían enredado tanto entre la ropa  que Petunia no se había dado cuenta de lo grande que era ya la planta.

—¡Tchac! —escuchó Petunia. El sonido venía del exterior de la ventana.

—Mi capitán, esta es la última planta que faltaba por cortar. Podrán estar tranquilos esta noche. Ninguna princesa logrará huir —dijo el jardinero real.

Petunia acarició su libro de ciencias. Según sus cálculos, faltaba otra semana más para que la judía secreta estuviera a punto. ¡Demasiado tiempo! «no tiene que ser la fuga perfecta, Petunia», se dijo a sí misma, «con que sea una buena huída, vale». Y Petunia estaba harta de los suspiros de las princesas y de los aires de importancia de los príncipes. Quería irse YA. Sí, sería esa misma noche. Después de la cena, para no levantar sospechas.

Comió lo poco que le permitieron sus nervios y se lavó los dientes. Al abrir el armario encontró un lío tremendo. Todo estaba enredado con la planta de judía: las mangas de los vestidos, las faldas de gala que parecían globos hinchados, las capas... Petunia tiró la ropa al suelo y liberó las ramas una a una. Al terminar tenía delante una planta tan larga que daba tres vueltas a la habitación. Ató uno de los extremos a la ventana y arrojó el resto hacia afuera. La planta no llegaba a tierra y Petunia no quería hacerse daño, como le había pasado a su compañera Poltrona. Se giró y vio la ropa desparramada por la alfombra. No había hecho la maleta, no quería llevarse esa ropa tan incómoda, que además abultaba muchísimo. «¿Y si le diera un último uso antes de irme?», pensó, y la tiró por la ventana, sin pensarlo dos veces.

—¡Princesa Petunia, princesa Petunia! —el ayudante del cocinero la llamaba desde el otro lado de la puerta—, ha olvidado tomar su Cola-cao.

—Es verdad, ¡el Cola-cao! —respondió Petunia.

Tenía que ganar tiempo, ¿qué podía decir?

—La cosa es que ya me he lavado los dientes —se acordó.

—Bueno, entonces me lo tomo yo, para que nadie note nada —dijo el chico.

—Vale, gracias. Buenas noches —. Petunia suspiró.

Echó un último vistazo a su cuarto antes de asomarse a la ventana. «Ojalá hubiera practicado más gimnasia», pensó, «ahora sería más fuerte». Le temblaban los brazos y las piernas por el esfuerzo y el miedo, pero continuó bajando hasta el final de la judía. Miró al suelo. Faltaba un trecho para llegar a tierra. Contó hasta tres y se dejó caer encima de los vestidos de fiesta de princesa.

¡Plof, chof, ssschhhhflussss! Fue un aterrizaje suave. No se dio la vuelta, no quería mirar atrás. Dos princesas suspiraron desde sus torres. El príncipe presumido la miró admirado, pero Petunia ya no estaba. Había salido corriendo. Su único equipaje era el libro de ciencias. Ahora sabía que las plantas no siempre crecían hacia arriba, sino que también crecían hacia la luz.

Al día siguiente, doña Acerina pasó lista. Faltaba Petunia.

—Maestra, ¿no va a llamar al rey para informar? —preguntó el príncipe engreído.

—Tiene usted razón, príncipe. Haré esa llamada.

Doña Acerina marcó el número del rey. Como respuesta, escuchó la voz metálica del contestador automático.

—Solo falta la princesa Petunia, por eso llamo —dejó grabado. «¡Menos mal!, ha sabido aprovechar su oportunidad. Cuando los guardias escuchen el mensaje, ella ya estará lejos», pensó la maestra.

Aunque ha pasado mucho tiempo, Doña Acerina todavía continúa ayudando a las princesas a escapar de sus torreones. Con disimulo. Con mucho disimulo.

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