Cuento Oscuro

Es curioso, me voy dando cuenta de los momentos mágicos una vez han pasado, mucho tiempo después. Se convierten en recuerdos entrañables, en refugios de felicidad.
Cuando yo era chiquta, en casa no estaban de moda las reuniones familiares. Nos reuníamos, sí, pero en silencio. Recuerdo los domingos con cariño. Era el día de "La Casa de La Pradera". Yo miraba embobada a Laura Ingels, correteando y dando brincos de alegría por la campiña, entrando en su cabaña, donde todo era paz y serenidad. A pesar de unos padres tan cursis, tenían vida de familia, hablaban, compartían. A mis ojos eran la viva imagen de la familia feliz.
A nosotros los Ingels nos daban unas cuantas vueltas. En mi familia, por alguna misteriosa razón, esperábamos a que el telediario hubiera empezado o estuviese a puntito para sentarnos a comer. Si mi padre estaba en casa, no se hablaba. Parecía como si el mundo se fuese a detener si no le dejábamos oír las noticias. Creo que ahí empecé a cogerle manía a la tele. Silencio sepulcral, ruido de cubiertos,... y noticias. Con el fútbol había algo de tregua y podíamos comentar cosas... Hasta que comenzaba el parte del tiempo. ¡El tiempo!, que nadie abriese la boca. Todavía estoy a tiempo de preguntarle a mi padre por qué esa obsesión. Después de todo, él nunca ha trabajado como agricultor, ni especulador agrario ni nada por el estilo.
En Madrid, donde vivíamos, las tormentas más fuertes ocurrían en las noches de verano. Los nubarrones negros se agolpaban, el pelo se me encrespaba al peinarme, la electricidad estática iba en aumento. Los perros no paraban de ladrar y de gimotear. Los relámpagos inundaban la noche de azul. Luego, silencio total. ¡Brruuuuuum! El primer trueno. Unos cuantos truenos más tarde, la electricidad se iba. Se hacía la oscuridad total en la casa. Recuerdo palpar las paredes, buscando el pasillo, buscando voces para orientarme. Mi madre buscaba velas, nos rescataba por las habitaciones y ahí terminábamos, todos sentados en el sofá del cuarto de estar. Había llegado la magia. Solíamos quedarnos en silencio, compartiendo el momento. Si hablábamos, lo hacíamos cuchicheando, como si el aire fuera de cristal. En mi imaginación yo era Laura Ingels, dando botes de felicidad. Me resultaba extraño a la vez que me encantaba encontrarme tan a gusto, sin luz, sin nada que hacer. Simplemente estar. Al cabo de unas horas finalmente volvía la electricidad. Pero, en ese ratito de oscuridad era cuando yo sentía la luz.

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